Por Jesús E. Muñoz Machín
El fútbol genera pasiones: gritos, brincos, saltos, alguna que otra palabrota, e incluso, besos y abrazos entre conocidos o extraños.
Cada cuatro años, toda la “locura” se exacerba y parece poco verosímil lo que un aficionado es capaz de hacer para disfrutar de la Copa Mundial de Fútbol.
El escritor Eduardo Galeano lo describió en su libro El fútbol a sol y sombra -mi biblia por estos días-: “Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles (…)”.
Así ha sucedido en el Mundial de Brasil, donde devotos al más universal de los deportes viajan miles de kilómetros en caravanas para llegar a la capital del mundo durante todo un mes. En las caravanas multinacionales encontramos a colombianos, chilenos, uruguayos y hasta peruanos, cuyo equipo no está en el Mundial -¿habrá algún cubano por ahí?-.
No importa si las condiciones no son las mejores: playas, autos o contenedores se convierten en sitios de resguardo para dormir unas pocas horas, “cargar las pilas” y al día siguiente volver a gritar los goles de turno.
El aficionado, el hincha, el seguidor o como quiera llamarle se siente importante cada cuatro años. Durante el partido de su selección se transforma en el jugador número doce. Ellos son, como nos dice Galeano, los que “empujan la pelota cuando ella se duerme”, y bien saben los artistas de la cancha “que jugar sin hinchada es como bailar sin música”.
Y si no creen, pregúntenle a cada nación que ha sido sede, pues muchas de ellas han obtenido su mejor resultado histórico cuando acogieron la Copa. Le sucedió a Corea en 2002, donde los de ojos rasgados coreanos llegaron a unos inéditos cuartos de final. Mucho antes, en 1978, Argentina logró la corona en casa; e Inglaterra, nación creadora del fútbol, organizó el torneo de 1966 para alzar su primer y único galardón mundialista.
La presión también se siente en contra. La sintió España que, sin temor a equivocarme, más allá de lo futbolístico no pudo un Maracaná que los “recibió” en la final de la Copa Confederaciones pintado de verdeamarello brasileño y hace unos días se tiñó de rojo chileno, más intenso que el rojo ibérico esta vez.
El graderío cuenta, que nadie lo dude. La afición es parte del espectáculo, porque se apropia de los equipos, mucho más que los federativos y empresarios del deporte.
José Raúl, en Pinar del Río, Dayron y Luis Miguel, en Miami o Darío, en Ecuador, saben de lo que hablo. El sentido de pertenencia con algún club o selección nacional sobrepasa lo racional. Cuántas veces en el barrio, y ahora a través de las redes sociales, dijimos: “Mañana jugamos”. Dicho así pareciera que en lugar de Cristiano Ronaldo, Lionel Messi o Robin van Persie fuéramos nosotros los protagonistas del Mundial.
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